miércoles, 13 de abril de 2011

La banda sonora de mi vida


"Mùsia eterna" Ilustraciòn de Felipe Sànchez Hincapiè

Esto que voy a decir, más que un capricho, es un deseo. Cuando me muera quiero que en mi funeral suenen Madonna y los Rolling Stones. Así parezca descabellado quisiera que hasta el último de mis días la música haga de mi camino una experiencia menos tortuosa. Ya suficiente tengo con que me digan que un sendero de lagrimas guiara mis pasos y no habrá mayor remedio que el arrepentimiento, a la espera de que sean omitidas o castigadas mis fallas. Puede que así sea, al fin y al cabo cuando un ciclo se cierra es innegable hacer un balance de todo lo que vivimos.

Aparte de ellos no pueden faltar Héctor Lavoe, Celia Cruz, Helenita Vargas, Cheo Feliciano, Joaquín Sabina, Charly García y Soda Stereo. También Astor Piazzola, Carlos Gardel, Chávela Vargas y Leo Marini, no todo es carnaval y hay que darle un aire nostálgico a cualquier despedida. Puede que esta sugerencia sea un lugar común. Muchos, desde escritores, cantantes, teatreros y hasta políticos, a López Michelsen por ejemplo lo despidieron con vallenatos, han querido que su partida sea amenizada por los ritmos que bailaron y cantaron hasta la saciedad. Pero si miramos esto reflexivamente la música ha estado presente en nuestra particular relación con la muerte.

Desde las cantaoras del pacifico, con sus vestidos blancos y voz fuerte, quienes ofrendan el alma del difunto con sus cantos, hasta las grabadoras a todo volumen en los entierros de los jóvenes asesinados en Medellín durante la violencia desatada por el narcotráfico, la música en un entierro, más que un homenaje, es también asegurarle al que parte que su recorrido no será tan doloroso. Pero en este ritual puede haber también un aire de trascendencia. En el antiguo Egipto y en nuestras culturas precolombinas era habitual acompañar las tumbas con artículos, vestidos e incluso alimentos, con el ánimo de no solo dar cuenta de lo que fue el muerto en vida, sino también asegurarle un viaje tranquilo y sin carencia alguna. Pero nuestros rituales funerarios han cambiado con el paso de los años y que mejor manera de mantener el recuerdo que la música, ante la ausencia de objetos ostentosos.

Hace días conversando con unos amigos, mientras tomábamos cerveza en el bulevar de Carlos E. Restrepo, llegamos a la conclusión de que si bien la muerte es irremediable, la música puede ser catalizadora de esa tristeza que produce una despedida. Mientras tanto recordaba cuando en otras ocasiones les advertía a mis mejores amigos que si en el día de mi velorio no me ponían Gimme Shelter de los rolling stones , Alfonsina y el mar de Mercedes Sosa y una extensa lista de canciones, les “jalaría las patas” en señal de protesta.

No es que sea bullicioso, a veces prefiero la compañía del silencio, pero si escucho música cuando escribo, pinto, fumo, tomo cerveza o hago el amor, ¿Por qué no amenizar los rosarios, el tinto, la aromática, y las horas previas a mi partida con un buen rock, una salsa de timbal o un tango de arrabal? No pretendo hacer una banalización de la muerte, pero siendo consciente de su solemnidad y de los ritos que se construyen en torno a ella, en mi caso desearía que tal suceso no fuera del todo traumático. Más que musicalizar un velorio, haciendo de ello un decorado folclórico digno para el análisis de un antropólogo, en el día de mi muerte, por contradictorio que sea, la música escogida para aquel día seria la banda sonora de mi vida.

Felipe Sánchez Hincapié

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